viernes, enero 02, 2009

Una rosa morada




Apenas desperté, me revolví dentro de la tibieza de las cobijas, lo que me recordó la existencia de músculos que hasta el momento había desconocido, mientras una pícara risa se escapaba de mi boca. Había pasado el día anterior recogiendo la tienda y haciendo maletas para el viaje.

Había sido toda una odisea hacer el equipaje, juntando pilas de papel, botes de pintura, plumillas, pasteles, acuarelas, todo el material necesario para hacer mi trabajo. Reunir cada objeto que habitaba conmigo y que se había convertido en el diccionario de los signos con los que Fénix aprendió a descifrarme: los caleidoscopios, las plumas de pavo real, las hojas secas, mis máscaras…

Junté montones de apuntes, dibujos y caricaturas que, para aligerar el viaje, ofrecí a algunos de mis compañeros de la feria como un recuerdo.

Las partículas de polvo flotaban en el aire reluciendo bajo el sol matutino, en el que no repare como lo había hecho siempre. Recostada aún, reconocía en la tienda ya casi vacía, la presencia de Fénix en cada rincón, en aquel boceto o en la mesa donde charlamos y reímos largas horas, los momentos que pasaba mirando las máscaras, -te llevaré a Venecia y tendrás la máscara más hermosa y seguro pasearemos en una góndola bajo la luna- le prometí. Tantas tardes que pasé descubriendo los secretos de su piel, pintando en ella constelaciones y universos, dibujándola con palabras… pero al fin había llegado el día en que la llevaría conmigo para volar juntas.

Así con esa sonrisa imborrable me estiré y me levanté para alistarme pues tenía que ir al pueblo por provisiones para el viaje.

Una vez que había conseguido lo necesario, me dirigí a recoger el encargo que había hecho al anciano que vendía las flores en el pueblo y que se hallaba familiarizado con mi pedido habitual: una rosa morada. Siempre reconocí en esa flor la sutileza y voluptuosidad femenina, sin embargo, el color hablaba de cuan predecibles eran las intenciones de quien la regalaba, así las de color rojo eran las más inmediatas, las más obvias. El morado si bien se desprendía del rojo, más bien era la agonía, la amargura que equilibra la pasión, el corazón angustiado en la ausencia de quien se ama, la sublimación del momento postergado.

Llegando a mi tienda encontré sobre la mesa un papel con una caligrafía que bien conocía, “Layla, vine a buscarte pero no te encontré. Tenemos que hablar. Te veo a la entrada del Laberinto de Cristal cuando empiece el número del Arlequín… Perdóname, por favor. – Fénix”. Me sudaron las manos y mi estómago se convirtió en piedra, la angustia me invadía. Era la hora que habíamos acordado pero, ¿hablar?, ¿perdonarla?, ¿qué habría pasado?

Salí de inmediato llevando la rosa conmigo y caminé hasta el Laberinto de Cristal, aún faltaba tiempo y Fénix no había llegado. Me senté en los escalones de la entrada y pensaba en las opciones, -quizá volvió a sentirse mal y eso retrasará nuestra partida, eso no es mucho problema… puedo esperar… pero… ¿y si Dalibor le hizo algo por lo que habla la gente sobre nosotras?…-. Las entrañas no dejaban de temblarme y no quería pensar en lo peor, me daban escalofríos, así que saqué un cigarro para tratar de calmarme. Abrí la caja de los cerillos y cayeron todos al suelo. Tuve que hacer un par de intentos antes de lograr encenderlo. Me sentía como si estuviera ejecutando el número del escapista de la feria, el que tiene que escapar de una caja de cristal que se llena poco a poco de agua; un símil de la angustia que me inundaba.

Vi a Fénix acercarse hacia mí, mi corazón saltó emocionado y sonreí al ver que estaba bien. Me puse de pie y me dio un abrazo que no se parecía en nada a ninguno que me hubiera dado antes y sentí miedo. Pero más miedo tuve del dolor que sentía en ella a través de sus labios mientras me tomaba de la mano para entrar al Laberinto.

Me dejé guiar por sus pasos hasta llegar a un espejo de luz y sombras que estaba segura, yo nunca había visto, pues mi sentido de orientación siempre fue limitado y nunca me llamó la atención terminar perdida en ese lugar. Nos sentamos y Fénix quedó del lado de la sombra. Después de varios intentos por aligerar la tensión, atiné a extenderle la rosa con una sonrisa mientras le recordaba sobre nuestra conversación acerca de las rosas rojas.

Haciendo una pausa, acortando el camino a lo inevitable y mirando hacia las sombras, pregunté “recibí tu nota, Fénix, ¿qué pasa?”. Mi mirada buscaba su rostro, sus manos, pero no lograba distinguir nada, apenas audible contestó “Layla, no sé cómo decirte esto…”, y un silencio prolongado dio paso a la certeza que tuve desde que encontré la nota en mi tienda y las lágrimas que hasta ese momento había podido contener, aparecieron en mis ojos. Así finalmente martilló “…pero no puedo irme contigo”.

De inmediato pregunté con una mezcla de desesperación y desconcierto “¿¡pero por qué!?, ¿qué cambió de ayer en la noche para hoy que no quieres salir de aquí?” mientras tomaba su mano fría y nerviosa, buscando sus ojos que me rehuían. Hice una pausa y respiré, pues nunca ha sido mi modo de resolver las cosas batallar a gritos. Había que escuchar los argumentos y pensar. Más calmada y siguiendo la intuición pregunté qué le había prometido el Arlequín, al que tanto odiaba por dañar lo que más me importaba de este mundo.

Y obtuve entonces la única respuesta que sabía que iba a obtener, por la que tanto me resistí a enamorarme irremediablemente de Fénix. “Por favor, Layla, no tengo una explicación, no entiendo por qué quiero quedarme con Dalibor, lo único que sé es que sigo enamorada de él a pesar de todo”. “Enamorada de él… enamorada de él”, tres palabras que rebotaban en mi mente. Con la mirada perdida en silencio, al tiempo que sentía el dolor despeñarse por mi garganta, la rabia se extendía como fuego por mi cuerpo. “¡¿Y qué hay de mí?!, ¡¿qué hay de lo que yo siento por ti?!”. Fénix se puso de pie al instante perdiendo el equilibro, estaba mareada, por lo que la ayudé a recargarse intercambiando posiciones frente al espejo. Una vez en la penumbra le supliqué “…no hagas esto, por favor”.

“No puedo…”, contestó mientras me tomaba del hombro para regalarme el beso más amargo. Sostenía su brazo, no quería dejarla ir. Rompió el silencio entonces para dirigirme las últimas palabras que tenía para mí, “no quiero lastimarte más, aléjate de las personas rotas como yo”.


En cuanto terminó se safó de mi mano, echó a correr por el Laberinto y yo detrás de ella mientras le gritaba desesperada y ahogada en llanto “¡Fénix, no te vayas, no me dejes!”. En un par de vueltas la perdí de vista, corrí, anduve en círculos y choque una y otra vez contra los espejos. Mi extravío físico era una metáfora de mi alma. Estaba perdida en un bosque de espejos que en cada rama, como fruto, colgaba el reflejo de mi rostro vuelto llanto multiplicado hasta la náusea, mis manos vacías, y mi corazón ahogado en un mar violáceo que apenas podían contener las paredes del Laberinto Cristalino.


Descubre la historia de Fénix en el Laberinto Cristalino.